En aquellos parajes habitaban seres fuertes, de
complexión atlética, que se recreaban en divertirse, cada vez con mayor
agudeza, y dada su brillante inteligencia habían llegado a sutilezas muy
crueles, aunque magníficas dentro de su maldad. La comunidad entera se manejaba casi como una
democracia perfecta, así que hombres y mujeres gozaban de los mismos privilegios
y deberes. A falta de la obligación de
ganarse el pan con el sudor de su frente, dedicaban gran parte de su tiempo en
cultivar su cuerpo, ya que las competencias eran muy importantes, invirtiendo el tiempo sobrante en
cultivar la mente.
Durante una de aquellas habituales competencias, en la
que el perdedor debía arrojarse por la catarata – con la promesa de que si
sobrevivía se le coronaría emperador.
Claro que nadie lo había logrado y sin embargo la competencia
subsistía. Mientras organizaban el
juego, reunidos todos en la plaza principal, el cielo se oscureció en segundos
y una voz suave y clara se dejó oír reprochandoles sus excesos y los instaba a
recapacitar, para que quizá evitaran el
castigo. De inmediato cayó una fuerte
tormenta con rayos, que los hizo correr a todos a sus casas. En todo el día no volvió a brillar el sol.
A la mañana siguiente llegaron los campesinos, que
vivían en el valle y a quienes tenían sometidos para que les proporcionaran
todo lo necesario y no preocuparse mas que de sus diversiones. Al momento de la llegada de los súbditos, los
pocos que habían empezado a meditar sobre los acontecimientos del día
anterior, se olvidaron de todo y
corrieron felices para unirse a la algarabía general, que siempre terminaba en
tremenda bacanal.
Pasaron varios meses y un día subió, por el único
camino que unía a los campesinos con aquellos arrogantes señores de la montaña,
un hombre con máscara de plata. Se
podían ver sus ojos rasgados color miel y su melena que le caía hasta los
hombros. Con paso firme se dirigió hasta
la plazoleta, como si conociera el camino.
Al verle pasar todos se hacían a un lado, sin atreverse a preguntar
quién era. Ahí, con voz potente convocó
a los habitantes de aquel lugar a que se reunieran, porque tenía algo
importante que decirles. Su voz resonó y
atravesó los muros de las casas, los frondosos bosques y subió hasta más allá
de las nubes. Éstas se abrieron y la
luna llena iluminó la pequeña aldea. El
mensaje era contundente: ya que no
habían querido cambiar su vida, sólo quedaba el castigo anunciado y aquel
personaje había sido enviado para llevarlo a cabo.
Levantó el brazo derecho, hizo un rápido giro y de su
brazo surgió un rayo de luz blanquísima, que encegueció a todos poniendo, al
mismo tiempo, un espejo frente a cada uno.
Fue sólo un instante y después todo quedó en la oscuridad y aquellos
seres fueron absorbidos por el reflejo de su propia imagen. Un delgado rayo de luna penetró la negrura y
llegó hasta el ejecutor, quien dejando sus ropas en el suelo, desapareció.
Cuando aquellos cuerpos empezaron a reaccionar,
corrieron horrorizados de sí mismos, arrojándose a la catarata o perdiéndose en
el bosque. Otros se sacaron los ojos
para no verse más. Los menos, se
agazaparon en un rincón a llorar su desgracia.
Al llegar la alborada, el pequeño grupo de
sobrevivientes se dio valor y bajaron a pedir ayuda a sus vasallos. Estos al enterarse de su tragedia, los
acogieron, subieron a la montaña y generosamente los conservaron como criados.
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