Desde abajo de la mesa alcanzaba a ver a mi madre
tirada en el suelo con la cara escurriendo sangre y sus gritos : “El norte
siempre gana, así que mejor mátame, mátame de una vez”. Vi rodar por el suelo un martillo, que
seguramente tenía mi padre en la mano, dando giros sobre el suelo y la cabeza
de hierro le fue a pegar en la espalda.
El aullido que lanzó me heló la sangre. Para no seguir viéndola me
encogí como un ovillo. Después mamá tuvo
que guardar cama varias semanas, pues el golpe le lastimó la columna.
Conforme fui creciendo me pregunté muchas veces, sin llegar
a entenderlos, ¿qué los unía? Toda mi
infancia está plagada de escenas violentas, golpizas, arrebatos, gritos y
sangre (siempre la de mi madre, claro).
Seguramente que a ella le gustaba, porque recuerdo a papá decirle “vete
mujer, déjame en paz por ahora”, pero ella insistía e insistía hasta que lo
sacaba de quicio, y no se necesitaba mucho.
Era un hombre muy violento.
Cuando pequeña,
el abuelo vivía con nosotros y en una ocasión al ver que papá le daba una
bofetada a su hija, se le enfrentó a reclamarle. De un puñetazo en la cara lo sentó en el
sillón. El viejo era mi adoración y
corrí a limpiarle la sangre que brotaba de la nariz y volteé furiosa contra su
agresor. Eso bastó para que me prensara
de un tobillo, me levantara en vilo al grito de “estoy harto de esta maldita
sangre”, con la intención de estrellarme en el suelo. Gracias a la intervención
de un tío me salvé, pero la impresión se me quedó imborrable.
Yo no era hija de aquel hombre, a quien siempre llamé
papá. Al año de nacida mi madre se casó
con él y llegaron después dos hermanas y dos hermanos. Él era un hombre bueno a pesar de esas
explosiones, quien siempre se preocupó porque estudiáramos y nos preparáramos
todos por igual, para lograr una vida digna.
Su meta era que todos fuéramos a la universidad, lástima que antes de
cumplir yo los 15 años se murió. Quizá
porque era masón se dedicó a cultivar en nosotros el amor a la lectura (en vez
de cochecitos y muñecas nos compraba libros), el deseo de conocer y saber
siempre más.
En cambio a mamá no le importaba mucho que fuéramos o
no a la escuela. Ella prefería seguir a
papá donde quiera que lo enviaran:
construir una carretera o un puente, cerca de algún pueblo o en mitad
del cerro. Nosotros lo disfrutábamos, pues corríamos libres por
el campo, nos subíamos a los árboles, nos metíamos en los riachuelos que
encontrábamos… en una palabra, éramos felices viviendo como chivas locas. Cuando papá regresaba del trabajo, aunque
debió estar bastante cansado, se ponía a darnos lecciones y nos dejaba tarea,
para no atrasarnos con respecto a los niños que sí iban al colegio. No cabe duda que fue un tipo especial. Yo pienso ahora que esos contrastes eran los
que tenían a mamá “embrujada”.
En una ocasión, el abuelo que se había cambiado a una
casa frente a la nuestra, me enseño un baúl repleto de cosas que había ido
guardando, más que nada por razones sentimentales. Las fotos me llamaron mucho la atención: los hermosos
vestidos de las tías, los muebles tan elegantes de la casa en que vivió, con preciosos jardines. Hasta entonces conocí el señorío en que
vivieron mis antepasados. También había una camisa suya de seda (para
qué la guardaba?), un vestido de la abuela en gasa azul pavo con ramilletes de
flores en terciopelo (¡qué hermosura!).
Había mil chucherías más en aquel ‘cofre de los tesoros’ y todos a cual más de
interesantes (y cada uno con su historia propia).
Cuando cavilo
sobre todo aquello, no entiendo cómo es que mamá prefería vivir en pleno monte,
en vez de la casa que teníamos en la ciudad.
Aunque ella estaba pequeña cuando la familia se vino abajo
económicamente, algo de la prestancia, la educación, el buen gusto por lo
refinado debió quedarle. Quizá las ‘exigencias sociales’ de la familia fueron
una carga muy pesada para ella, o simplemente nació con alma cerera. Es una
de las muchas cosas que le preguntaré cuando nos volvamos a ver.
En muchas ocasiones me hubiera gustado hablar con papá
para saber qué pasaba en su interior, por qué en un instante se
enfurecía de tal manera por cualquier insignificancia. Como cuando mi hermano Miguel, que
entretenido con sus juguetes y con apenas 8 años, no escuchó que le pedía le
trajera algo. Al ver que no hacía caso,
se volteó con un formón en la mano, lo tomó de la camisa, lo levantó y ya iba a
asestarle el golpe, cuando seguramente vio la carita desconcertada del hijo,
que con sus ojos le preguntaba qué había hecho.
Porque algo lo contuvo, lo soltó y salió de la casa a toda prisa. ¿Se iría a llorar lejos para que nadie lo
viera? Nunca lo oí pedir perdón, pero
estoy segura que sufría mucho al emerger de esas crisis de rabia ciega y darse
cuenta de lo que había hecho o había estado a punto de hacer. Estoy segura que nos quería mucho, tanto que
el recuerdo que guardo de él, a pesar de los continuos combates que
presenciábamos, es de amor y no de odio, es de admiración y no de miedo.
Hoy, en otro aniversario más de su muerte y no sé ni
por qué precisamente ahora, han
regresado los fantasmas de aquella época, buenos y malos, tristes y alegres. Aquellas vivencias infantiles, tan llenas de
lagunas, incógnitas, preguntas e incongruencias, que se quedaron flotando en el
tiempo suspendido del pasado. Preguntas,
tantas, que podré hacer quizá, cuando llegue mi paso al otro lado, para aclarar
todo aquello que en su momento me hubiera gustado haber comprendido.
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